Por Ana María Vicuña Navarro, Filósofa y profesora, Fundación Aprender a Pensar.
En los últimos años nos hemos encontrado en Chile con un límite aparentemente infranqueable a nuestros deseos y esperanzas de construir una convivencia nacional en armonía, respeto y paz social. El “estallido social” y los dos intentos fallidos de redactar una nueva constitución, así lo demuestra.
¿Es realmente tan difícil que podamos llegar a entendernos? ¿Son nuestras visiones de país tan incompatibles que no podemos convivir? ¿Acaso no queremos todos los seres humanos más o menos lo mismo, lo que nos deseamos unos a otros todos los años, para el “año nuevo”: paz, amor, prosperidad y una justa cuota de bienestar material y espiritual?
Tal vez lo que nos ha faltado es, más bien, un mayor cultivo de la razonabilidad y un hábito de respeto por el derecho de los demás a pensar diferente. Esto se refleja en la poca disposición a dialogar con apertura y con voluntad de escuchar y comprender al otro, sin un afán de derrotar al oponente, sino buscando construir acuerdos y encontrar soluciones a los conflictos.
En una carta atribuida a Platón (Carta VII), habla el filósofo de una “filosofía sin envidia” (philosophia aphthonos), merced a la cual los que dialogan pueden hacer surgir la verdad, “como una chispa que se enciende en el alma”, tras el esfuerzo de intercambiar y entrechocar ideas, definiciones e imágenes en diálogos benevolentes.
Este ideal de diálogo reflexivo, expresado tan poéticamente por Platón, puede ser replicado en las salas de clases de todo el mundo.
Niñas, niños y jóvenes (y todos nosotros) pueden aprender a pensar mejor y a pensar por sí mismos, si practican el diálogo reflexivo bajo la guía de un profesor, o profesora, que tenga las características que tenía el famoso Sócrates, es decir, que sea curioso, inquisitivo, dialogante, cuestionador, capaz de invitar a pensar y de enseñar a pensar autónomamente.
Al acostumbrarse a pensar de manera reflexiva (filosófica), niños y niñas desarrollan el hábito de pensar “razonablemente”, aprenden a pedir y ofrecer razones por sus opiniones, a distinguir buenas y malas razones, a buscar explicaciones más amplias, a reconocer los límites del conocimiento. Al dialogar sobre temas que les interesan, en un ambiente de respeto, apertura y tolerancia, comienzan a valorar sus propias ideas y las de sus compañeros y aprenden a escucharse y a colaborar en la construcción de sentido. En palabras de Matthew Lipman, “al hacer filosofía en la sala de clases, esta se convierte en una ‘comunidad de indagación’”.
Una “comunidad de indagación” es un grupo de personas –en este caso, estudiantes y profesor o profesora– comprometidas en una búsqueda intelectual sujeta a la evidencia y a la razón, y gobernada por reglas de procedimiento, como pedir la palabra, respetar los turnos, escuchar con respeto, no interrumpir, ir al punto, mantener la coherencia, etc. La participación en dicha comunidad no solo desarrolla hábitos intelectuales de razonamiento estricto, sino que fomenta un pensamiento cooperativo y “cuidadoso” (caring thinking), desarrollando la empatía y el respeto.
A la pregunta que encabeza esta reflexión, mi respuesta es claramente afirmativa: Sí, podemos aprender a dialogar con respeto y razonabilidad, si cultivamos desde la infancia la razonabilidad y los hábitos de pensamiento reflexivo, cooperativo y cuidadoso en las líneas descritas. Es nuestra responsabilidad, como adultos y educadores de generaciones futuras, despertar en los niños, niñas y jóvenes el deseo de conocer, de pensar por sí mismos y de construir en conjunto un mundo mejor para todos.